Hollande y la nada

Desconfianza

Una encuesta aireada en el diario Libération el pasado martes concluía que el 41% de los franceses desconfía de Europa. El porcentaje es similar al de España (45%), aunque el dato más alarmante de semejante sondeo consiste en la velocidad con que se ha deteriorado la percepción feroz del continente: hace un año franceses y españoles se declaraban filoeuropeos en un 60%.

Y hace un año también aparecía François Hollande como el gran remedio socialdemócrata de la crisis. Era el antagonista perfecto de Nicolas Sarkozy en su normalidad y el opositor a Angela Merkel en la doctrina de la austeridad, pero el balance del primer ejercicio retrata una decepción torpemente embalsamada en las coartadas atmosféricas.

Igual que Rajoy, a Hollande lo ha devorado su mesianismo de baratillo. Igual que Rajoy, el sucesor de Sarko sostiene «que lo peor ha pasado» y que el deterioro de Francia –récord histórico en desempleo, precariedad del tejido industrial, recesión económica– proviene de la coyuntura asfixiante de la zona euro. Que es una abstracción.

Puede que tenga razón Hans Magnus Enzesberger cuando define a Europa como el gentil monstruo de Bruselas, pero también puede ocurrir que Europa y Angela Merkel se hayan convertido en un recurso expiatorio que oculta o distorsiona la negligencia y la responsabilidad de unos y otros países en sus respectivas atribuciones.

Hollande es un ejemplo elocuente porque su segunda temporada en el Elíseo empieza igual que la primera, es decir, con un discurso de investidura que pretende inducir un año de amnesia entre los electores y que relaciona su propio fracaso con la austeridad germana, socavando con ventajismo la mala reputación de Bruselas.

David Cameron va a convocar un referéndum para saber si los británicos quieren seguir unidos a Europa –unidos nunca lo han estado–, aunque la iniciativa, en realidad, pretende sofocar la eurofobia y la xenofobia de un nuevo partido, el Ukip, que relaciona la crisis con la deriva errática de Bruselas invocando el orgullo patriótico de la isla.

Es una sensación atractiva, sugerente, pero también irresponsable. Tan irresponsable como el consenso chovinista con que los partidos políticos españoles, los sindicatos y la patronal, unidos entrañablemente de la mano en el salto al vacío, han rechazado el paracaídas del contrato único como una imposición exógena o una injerencia.

Se ha reprochado a Artur Mas una y otra vez encubrir su fracaso económico y político con el pretexto de Madrid. Hacen lo mismo ahora con Bruselas el Gobierno, la oposición, los empresarios y los sindicatos. Una bravuconada populista que parece un homenaje al landismo y que representa un absurdo alarde soberanista. Absurdo e irrelevante.

Europa sigue adelante. Porque Alemania cree en ella. Y porque el euro, observado con escepticismo entre quienes tanto añoran la peseta como el franco, es un cimiento que convence donde tiene que convencer: Japón, Estados Unidos, Rusia y China.